jueves, 21 de enero de 2010

Spy shop


Subir al estrado en el recinto de la Cámara para presidir las sesiones en que los diputados debían debatir los proyectos de ley, rendir homenajes o simplemente tratar gansadas, representaba un suplicio para Pierri. Cada vez que emprendía el camino hacia el majestuoso hemiciclo sentía como si lo condujeran al cadalso, al encuentro con el verdugo de la capucha negra. Y su caso era más grave aún porque en su imaginación se le representaban nada menos que doscientos y pico de potenciales ajusticiadores -sus colegas- que actuarían a cara descubierta.
Al comenzar septiembre del ‘89 se lo dramatizó por cuarta vez a Ignacio, aprovechando que habían quedado un rato solos en la oficina de Suipacha. Padecía, se estresaba, hacía una semana que no iba “al baño a hacer de cuerpo”, así le dijo en uno de aquellos días.
-¿Y si hacemos como en las series de televisión?
-No te entiendo, ¿hacemos qué?- the muñec se mostró desconcertado.
-Como en Misión Imposible o en Yo soy espía...Vos usas un pirulo, uno de esos audifonitos que se ponen en la oreja y yo te soplo lo que tenés que decir. Se puede operar desde uno de los palcos del recinto... -vio que el otro dudaba, que la mirada se le perdía- No es joda, va en serio. Además, lo que vos no puedas ver o escuchar desde el estrado te lo sigo yo ubicado arriba, con un panorama más amplio...Pensalo, deberíamos probar.
Ignacio estaba seducido con su propia idea. Ya se imaginaba diciéndole: “Oíme boludazo, apestillalo a Manzano que se levantó del asiento y se les cayó el quórum...hacé sonar la campana para que se despierten los craquelés de Alende y Alsogaray...avisale al ordenanza que la Cristina Guzmán quiere tomarse otro cafecito y si no la atiende va a haber quilombo...”

Cuatro días más tarde el arquitecto Juan Manuel Valcarcel abordó un vuelo de Aerolíneas Argentinas que lo trasladó sin escalas a Miami. Se instaló en el departamento de una antigua amiga. Previsor el hombre, ahorraba los viáticos y evitaba el riesgo de las compañías fugaces. Fue en esa casa en la que por primera vez en su vida revisó las páginas de una guía telefónica en busca del rubro por el cual había viajado: spy shop.
A las tres de la tarde del día siguiente visitó el primero de esos negocios que ofrecían adminículos para la actividad secreta. Atendido por cubanos, que bien podían ser agentes del anticastrista Mas Canosa como del propio Fidel. Habló, recogió catálogos, regateó el precio de la eventual compra, y un par de horas más tarde tenía el panorama que necesitaba para consultar con Buenos Aires. Cerró trato con ese primer contacto, pero se pasó cuatro días más en Miami con la excusa de que los cubanos tardaban en embalarle la mercancía. Hacía mucho tiempo que no veía a su amiga, que estaba mucho más empulpadita y cariñosa que antes de emigrar.
De garantizar el buen final del operativo retorno se ocupó el propio Pierri, quien temía colapsar entre el estreñimiento que le producía la ansiedad por ver qué le habían comprado y el temor paranoico de que alguien lo descubriera en la maniobra. Fue él personalmente a buscar a Valcarcel al aeropuerto de Ezeiza. Una vez cumplido el trámite de no pasar por la Aduana se subió al auto y le gritó a su tío, el chofer, que los condujera sin dilaciones a su casa de la calle Larroque. (En realidad, sus palabras fueron: “Ñato, salgamos de acá a los pedos y no parés hasta llegar a casa”).
Por fin, en la intimidad del living, pudo solazarse con cada una de las maravillas que Valcarcel le iba mostrando: micrófonos para poner en las macetas, para poner debajo del almohadón de los sillones, para poner en un teléfono, para captar conversaciones a distancia, capta-señales contra micrófonos ajenos, orejas, contraorejas, picanas grandes, picanas chicas, otros aparatos de escucha “que se colocan en las sillas y se accionan automáticamente cuando alguien pone su culo allí”. En fin, de todo un poco. Pierri se sentía como chico con juguete nuevo.
A la semana, con la mayor discreción, hicieron un ensayo para probar las orejas y oídos del Muñeco y salió mal. No hubo necesidad de repetirlo porque Valcarcel coincidió con Ignacio en que resultaba totalmente inútil intentar que el sujeto pudiese atender dos cosas al mismo tiempo: los sonidos varios que le entrarían libremente por la derecha y las palabras secretas que le apuntasen por la izquierda. Además, el tipo de audífono que habían conseguido en Miami era un poco grande, de manera que cualquiera que supiera que Pierri no padecía de sordera se extrañaría al verlo portar semejante artefacto.
Pero el viaje de Valcarcel no fue para nada en vano. Gracias a la batería de micrófonos, el Muñeco pudo espiar durante algún tiempo a todos cuanto quiso, poniendo especial empeño en quienes consideraba sus enemigos abiertos, embozados o potenciales. Nadie jamás pudo descubrirlo, sólo sospecharlo. Ese fue el recurso al que apeló para poner contra las cuerdas a algunos peso pesado de la época, como José Luis Manzano (su archienemigo, que presidía el bloque peronista) y César Jaroslavsky, el jefe de los diputados opositores.
Ignacio, a pesar de que experimentaba tanta animosidad y desprecio por Pierri como aquellos, contribuyó a operarlos. Y durante años se regocijó recordando la reacción sorprendida de los espiados cuando el Muñeco -con la sutileza propia de los cavernícolas-, les guiñaba un ojo, o los codeaba, antes de decirle a uno: “Che Chupete, decile a Geraige que el 10 por ciento que le ofrece Zorraquín por el negocio de la petroquímica es una mierda. Le tienen que pedir un 15 por lo menos”; y al otro: “Oiga, don César, si Heller lo sigue apretando con el préstamo personal del Credicoop, cuente conmigo”. Las tres o cuatro veces que con comentarios de ese tenor lo embocó a Manzano, el jefe de la bancada peronista pegaba un respingo y tardaba un ratito en recuperar la compostura. Después sonreía, se hacía el desentendido y seguramente mascullaba para adentro: “cómo habrá hecho este pedazo de hijo de puta para enterarse de la operación”. La reacción de Jaroslavsky era más lenta. No porque el veterano presidente del bloque radical tuviera menor velocidad de reflejos que su colega, sino porque sinceramente creía que entre políticos “de raza” -como les gusta decir a los radicales-, no debería haber lugar para andar espiándose.
La cuestión es que durante varios meses los micrófonos de Pierri trabajaron a destajo. Igual que los diferentes modelos de picana eléctrica que había traído Valcarcel en su equipaje. Porque fue con esa batería de argumentos, verdadera tecnología de punta aplicada a la guerra entre patotas, que los muchachos de la agrupación pierrista dejaron alelados y fuera de combate a todos sus rivales de la interna matancera.

EL MUÑECO edición online (Capítulo 5 - Pato Criollo)

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